A jueves, 18 de julio del 2024, por JUAN M. NIZA
¿Es posible equivocarse al distinguir entre la venenosa cicuta, que en apenas seis hojas tiene tóxicos para ser mortal de necesidad, y la llamada zanahoria silvestre? Pues mucho más de lo que se imaginan. Verán: en esta época de junio y julio las cunetas, escombreras y las pocas zonas embarradas (mucho menos frecuentes en el sur de la Península) se pueblan de unas plantas herbáceas, de algo más de un metro de altura con inflorescencias blancas en forma de paraguas o como pequeños platos, según hayan abierto, gran parte de ellas de la familia de las apiaceae. Se trata de ejemplares todos ellos muy parecidos que van desde la zanahoria salvaje (Daecus carota), antecesora de las actuales y benéficas zanahorias cultivadas, a nada menos que la cicuta venenosa (Conium maculatum), pasando por la angélica (Angelica spp.), el perifollo verde (Anthriscus sylvestris), la alcaravea (Carum carvi), la cicuta con bulbo (Cicuta bulbifera), el perejil gigante (Heracleum mantegazzianum), la pastinaca de vaca (Heracleum maximum), el saúco rojo (Sambucus racemosa), la chirivía de agua (Sium suave) y la tsuga del Pacífico (Tsuga heterophylla). ¡Como para tenerlo claro con tanta variedad de plantas parecidas!
Afortunadamente, la más común en el sur peninsular con ese aspecto es la zanahoria silvestre. Esta planta bianual resulta comestible cuando madura pero aún es joven (su bulbo, antes de endurecerse, y las flores adecuadamente rebozadas y fritas) pero con un relativamente poco rendimiento culinario. Además, con un tallo que para algunas personas resulta irritante y provoca reacciones alérgicas (contiene el fungicida falcarinol) y, encima, es fácilmente confundible con otras plantas notablemente tóxicas. Así que… quizá conviene estarse quietecito.
Curiosamente, la zanahoria silvestre es también apreciada en jardinería e incluso para preservar la humedad en cultivos de huerta. Hay centros de jardinería especializados que venden el paquete de semillas de 10 gramos a poco más de dos euros.
Pero lo dicho: si se trata de darle un uso culinario, mejor no arriesgarse. Y es que precisamente la más peligrosa de las plantas parecidas (en el resto de la relación que hemos facilitado también casi todas son tóxicas) es la mortal cicuta, con alcaloides derivados de la piperidina como la venenosísima coniína, la metilcicutina, la conhidrina y la pseudoconhidrina. Una lista de ‘inas’ que asusta. La mayor concentración de tóxicos está en el fruto verde, aunque toda la planta es venenosa, algo que parece advertir su olor desagradable con solo tocarla. Y además su efectos son terribles porque después de alterar los sistemas digestivo, renal y nervioso con muy dolorosos síntomas va paralizando los músculos desde las extremidades hasta impedir la respiración en una agonía tan dramática como la que los textos clásicos nos describen del filósofo Sócrates, obligado a morir en 399 a. C. con una copa de cicuta. O sea… No es ninguna broma.
La planta de la cicuta crece de 0,6 a 2 metros, tiene tallos erguidos, gruesos y huecos principalmente de la porción inferior, en ocasiones con ramas, y en su mayoría, sin pelo, con unas características manchas moradas, especialmente en los nudos. Las hojas vienen desde la base y a lo largo del tallo y es la mejor forma de distinguir a la venenosa cicuta al tener formas de pluma, están imparipinnadas en dos o tres veces (distribuidas como una pluma larga con una sola hoja en la parte superior), con folíolos ovales lanceolados a estrechamente lanceolados. Cada folíolo tiene un largo de 3 a 10 cm, y de 1 a 2 cm de ancho y están gruesamente dentados. Especialmente en el norte peninsular se le ha considerado ya una planta invasora y hasta hay campañas para su control.
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